TRIPURA RAHASYA de Haritayana - part 1

Capítulo I
EL ALBA DE LA INVESTIGACIÓN EN LA MENTE PURIFICADA DE PARAŚURĀMA

Saludamos a OM, indiferenciado Brahmā, causa primordial y gloriosa, conciencia trascendental que brilla como espejo único de esta prodigiosa manifestación.

Sri Dattatreya
Sri Dattatreya


Haritāyāna dijo:
¡O Nārada! Has escuchado íntegra la sagrada doctrina de Tripurā que nos enseña el camino sin retorno. Ahora te hablaré de la única sabiduría que lo libera definitivamente a uno incluso por el sólo hecho de escucharla. Esta es la quintaesencia de la tradición de los Vedas, de los Vaishnavas, los Śaivas, los Śaktas y los Pāśupatas, obtenida tras un profundo estudio de todas ellas. Ningún otro camino perdurará tanto en la mente como aquel de la Sabiduría que fue enseñado una vez a Paraśurāma por el gran maestro Dattātreya. La enseñanza brotó de su propia experiencia, tan lógica como única en su naturaleza. Quien no sea capaz de captar la verdad tras escuchar esto tendrá que ser considerado como totalmente carente de sensibilidad para estas cosas; ni el mismísimo Śiva puede otorgar una sabiduría mayor. Voy a relatarte esta incomparable enseñanza. ¡Escucha! ¡No hay nada más sagrado que la vida de los sabios! También Nārada me sirvió para aprender esto mismo de mí; pues igual que por el olfato percibimos los perfumes, el servicio a los sabios nos hace comprender su bondad sin causa. 

Mientras Paraśurāma, hijo de Jamadagni, de mente pura y agradable para todos, escuchaba la verdad de Tripurā de labios de Dattātreya, él comenzó a quedar absorto en la más íntima devoción, y ahondando en ésta su mente devino todavía más pura. Y así, mientras su mente ahondaba en la paz, sus ojos resplandecieron de rapto erizándose su vello, pues un éxtasis tan incontenible tenía que rebosar por todos los poros de su cuerpo. Cayó entonces al suelo delante de su maestro Dattātreya. Reponiéndose de nuevo y en el colmo del éxtasis, su voz emocionada vibró para decir:

¡O, Señor, dichoso y afortunado soy por tu Gracia! Esa inmensidad de Gracia conocida como Śiva, encarnada aquí por mi maestro, es en verdad misericordiosa conmigo; pues ante su dicha hasta el señor de la creación parece minúsculo. ¿Acaso no se disuelve el propio Dios de la Muerte en uno mismo, con sólo que el maestro se halle complacido? El Ser Supremo es en verdad misericordioso, como lo es mi maestro, por razones que desconozco. ¡Ganada la gracia del maestro, ganado queda todo! Has tenido la gentileza de desplegar ante mi mente la incomparable grandeza de Tripurā. Mi único deseo ahora es adorar Su Forma Trascendental. Dime, maestro mío, cómo he de hacerlo.

A Dattātreya le pareció bien la receptividad de Paraśurāma, y lo inició debidamente en las formas de adoración a Tripurā. Tras esta iniciación en los procedimientos correctos, más sagrados que cualesquiera otros y directamente conducentes a la Realización, Paraśurāma aprendió del dulce aviso de su maestro todos los detalles concernientes a las recitaciones y diferentes meditaciones, uno tras otro, como una abeja recolectando miel de las flores. Bhārgava Paraśurāma no cabía en sí de gozo. Tras el permiso de su santo maestro, anheló practicar la sagrada tradición; realizó la debida pradakṣiṇa y se retiró a la colina de Mahendra. Allí, tras construir una ermita limpia y agradable, se dedicó por doce años a la adoración de Tripurā. Contempló incesantemente la figura de la Santa Madre Tripurā, mientras realizaba sus labores diarias y las ceremonias y recitaciones adecuadas a Su adoración; los años pasaron como un relámpago. Y así, un día en que el hijo de Jamadagni descansaba sentado, pensó para sí:

No entendí ni tan siquiera una pizca de lo que Samvarta ̣me dijo cuando lo encontré en el camino. Incluso he olvidado qué fue lo que le pregunté a mi maestro. Es cierto que oí de su boca la doctrina sagrada de Tripurā, pero no me queda claro lo que Samvarta ̣ me contestó a mi pregunta sobre la creación. El mencionó la historia de Kalākṛti, pero no fue más lejos, sabiendo que yo no estaba en condiciones de seguirlo. Incluso ahora no entiendo lo más mínimo el funcionamiento del mundo. ¿De donde surge este mundo en todo su esplendor? ¿Cómo termina? ¿Cómo es que existe? Todo parece transitorio. Pero por otro lado lo que ocurre en el mundo parece permanente; ¿Por qué tendría que ser así? Todo es demasiado extraño como para no hacerse preguntas. ¡Sí, qué extraño es todo! Parecemos ciegos conducidos por otros ciegos.

Mi propia vida es el mejor ejemplo. Ni siquiera recuerdo qué me ocurrió en mi niñez. Yo era diferente en mi juventud, y diferente de nuevo en mi edad adulta, y más todavía ahora; y así mi vida cambia sin descanso. Qué es lo que haya madurado a resultas de estos cambios no es algo que me parezca evidente. Los fines justifican los medios que adoptan los individuos en consonancia con sus diferentes tiempos y entornos. ¿Pero qué es lo que ganan así? ¿Acaso llegan a ser felices? No hay otra ganancia que aquello que el irreflexivo considera tal, y no más de lo que dura su consideración. Pero yo ya no puedo considerarlo así, viendo que incluso habiendo logrado los pretendidos fines, volvemos a intentarlo todo de nuevo. 

Si un hombre ha conseguido su finalidad, ¿Por qué se propone otros fines de inmediato? Por tanto lo único que debiera considerarse como el único propósito real es aquello tras lo cual va siempre el hombre –ya sea la obtención de placer o la eliminación del dolor. Pero no puede ser ninguno de ellos, mientras el aguijón por afanarse perdure. Siendo ya el afán miseria, la sensación de tener que esforzarse para lograr la felicidad es la miseria de las miserias. ¿Qué placer o qué cese del dolor puede haber mientras toda esta rueda continúe? Esos supuestos placeres son como untarse ungüentos en un miembro escaldado, o como querer abrazar al bienamado cuando uno yace atravesado por una flecha en el pecho, o como las dulces melodías que intentan consolar a un tísico en su lecho de muerte.

Sólo aquellos que no necesitan emprender acciones son felices y disfrutan del auto-contento; sólo en ellos rebosan evidentes los signos de la felicidad. Si aun hubiera algunos momentos agradables para otros, no son mejores que los que pudiera disfrutar ante el delicioso aroma de las flores alguien retorciéndose de dolor de tripas. ¡Cómo puede haber tanta gente insensata en este mundo buscando solícitamente esas migajas de placer a través de semejante retahíla de obligaciones! ¿Qué diré de la sagacidad de estos hombres? ¡Se proponen alcanzar la dicha mediante penalidades sin fin! Un mendigo en la calle trabaja tanto por la felicidad como el todopoderoso emperador. Habiendo conseguido cada uno de ellos su fin se siente dichoso y se cree bendecido como si hubiera coronado su vida. También yo he estado imitándolos sin darme cuenta como un ciego que sigue a otro ciego. ¡Basta ya de esta locura! Volveré de una vez a mi maestro, ese océano ilimitado de misericordia. Aprendiendo de él aquello que hay que saber, atravesaré este mar de dudas con el navío de sus enseñanzas. 

Y así, con pureza de corazón, Paraśurāma descendió de las montañas en busca de su maestro. Cuando llegó al monte Gandhamādana encontró a su maestro resplandeciendo y sentado en posición de loto. Se echó delante del maestro y puso su cabeza junto a sus pies. Tras este saludo de Paraśurāma, Dattātreya lo bendijo con el rostro iluminado de amor y le pidió que se levantara diciendo:

¡Levántate, niño mío! Veo que has vuelto después de tanto tiempo. Dime cómo te encuentras. ¿Te hallas bien de salud?

Él se incorporó y tomó asiento cercano frente a él. Paraśurāma habló con placer juntando con unción sus manos.

¡Venerable Maestro! ¡Río de misericordia! Aun cuando lo decretara el mismo destino, nadie que disfrute de tu presencia podría estar afligido. ¿Cómo podría tocar el dolor lacerante a quien recibe el refrescante néctar de la luna de tu amabilidad? Con la brisa de tu gentileza me siento feliz en cuerpo y alma. Nada me aflige salvo el deseo de permanecer ininterrumpidamente en contacto con tus santos pies. La simple visión de tus pies me ha hecho completamente feliz, aunque todavía perduran algunas viejas dudas en mi mente. Quisiera exponértelas si tú me lo permites. 

Dattātreya le contestó complacido:
¡O Bhārgava! Pregunta sin reparos. Dime qué es eso que deseas saber y sobre lo que tanto has pensado. Ya sabes que todo en ti me agrada; será un placer responder a esas preguntas.

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